El pensar es tan sólo uno de los elementos del ejercicio.
Discurrir, razonar, reflexionar, no implica un real y profundo
movimiento de la substancia anímica. El pensar, en la meditación, tiene
por fin delinear el objetivo del ejercicio y provocar los estímulos
necesarios para su realización.
Meditar no es sentir. El sentir es otro de los elementos del
ejercicio. El sentir es, en la meditación, la plasmación en la
substancia anímica de lo pensado.
Meditar no es hablar. Las palabras que se empleen en el ejercicio
sirven para expresar las imágenes que se forman, las sensaciones que se
experimentan y los propósitos que el corazón y la mente tienden a
realizar.
Meditar es lograr un estado vibratorio especial, una calidez
determinada que provoque movimientos en la substancia anímica y
plasmación de formas nuevas en la misma, dando como resultado una
naturaleza diferente.
Nunca se hablará suficientemente de la importancia de este ejercicio y
nunca serán bastantes las palabras de los oradores y superiores
tendientes a enamorar a las almas de este vital elemento de superación.
Ignoran los principiantes la fuerza que es puesta en sus manos al
enseñárseles a meditar y desprecia, quien no ora diariamente, la
oportunidad y el medio de hacer de su alma divina vibración.
Para meditar es necesario, en primer término, una disposición
adecuada; quien debe hacerse violencia para meditar, quien no corre
hacia la meditación ni anhela el momento de su realización, no ama su
propia liberación ni se dispone para este acto de verdadera magia
divina. La meditación debe ser anhelada, esperada, buscada. Requiere una
disposición hecha hábito; toda resistencia mengua el poder
transformador de la Meditación.
Habitúese por ello el Hijo a anhelar el momento de la cita sagrada y a hallarse dispuesto para la realización del ejercicio.
El hábito de la meditación siempre a la misma hora y en el mismo lugar es muy productivo.
El solo sentarse del meditante en el lugar acostumbrado lo dispone de
inmediato al recogimiento propicio para entrar en estado de meditación.
Ello es porque sentándose queda vencida la resistencia inicial. Además
se presupone que el lugar donde habitualmente se medita es de un
ambiente mental selecto que estimula la oración.
El organismo y las actividades habituales se adecuan si se elige y se
observa permanentemente la misma hora de meditación. Porque generalmente
todos los días, en las horas matutinas, el organismo se encuentra en el
mismo estado y no interfieren en el ejercicio el cansancio del cuerpo,
el trabajo del sistema digestivo, ni el llamado de las actividades
habituales de las horas posteriores que distraen e indisponen.
No se adopten posiciones raras ni rebuscadas, sino aquellas naturales
de cada individuo en que mejor logra trabar el fluir desordenado de sus
pensamientos y volcar su alma en la infinitud divina.
Aún cabe recomendar alguna oración vocal grata al alma del meditante,
antes de entrar directamente al recinto interno, al tabernáculo
purísimo, donde su naturaleza humana, en contacto con la vibración
divina, ha de ser elevada y transmutada.
Téngase, por otra parte, preparados los temas de interés para el
meditante, a fin de que no se vea necesitado en ese momento de realizar
un esfuerzo mental para hallar el tema y los demás elementos de la
meditación. Tal esfuerzo, en vez de facilitar el recogimiento y la
entrada al tabernáculo, sólo facilitaría la salida y expansión de la
mente.
Sólo así pueden esperarse resultados provechosos de la meditación, en la salud del alma.
Bovisio
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